Piérdete en la indomable presencia de los cerros de Tepoztlán, admirando algunos de los retratos que existen del lugar.
Una de las formas más originarias de entender el mundo, las figuras y códigos que lo configuran, es el acto de retratarlo.
Y sin duda, una de las maneras más fascinantes de hacerlo es a través de la pintura; donde sobre el lienzo en blanco se despliegan infinitas posibilidades de representar aquello que nos intriga y cobija, como lo hacen los cerros de Tepoztlán: símbolo de belleza desbordante, del misterio inherente de la vida y de la gravedad que con resistencia se arraiga al territorio.
Quienes han tenido la fortuna de admirar sus cortes y ver cambiar sus colores con cada temporada, sabrán que estas formaciones geológicas son un laberinto inagotable y vivo, que guarda –en cada rincón– una historia simbiótica desde hace miles de años. Un hecho que se subraya con el intento de descifrar con cada trazo del pincel su indomable presencia.
Pintando los cerros de Tepoztlán
Cada pintura de los cerros de Tepoztlán revela aspectos íntimos e irreplicables de ese universo que comparte con quien los mira. En su conjunto, son un recordatorio de esa comunión irrenunciable que tenemos con el mundo. Y es que, aunque no estemos conscientes de ello, todas nuestras percepciones y sensaciones dependen de las infinitas relaciones que hacen al entorno, vínculo a vínculo.
Dedicar unos minutos de nuestro tiempo a observar plenamente estas pinturas, es un ejercicio para ejercer la búsqueda de la existencia que nunca termina: narrar lo inenarrable; asombrarnos de esa cualidad natural de que nada puede fijarse plenamente en el tiempo, incluso si se trata de un retrato “estático”.
Por eso, hoy compartimos contigo algunas pinturas de los cerros de Tepoztlán, y su paisaje cultural, hechas por diferentes artistas; pedacitos de un rompecabezas que jamás será terminado. Quizá veas algo de los cerros que nunca hayas visto o solo te entregues a la contemplación, pero quizá encuentres ahí una parte de ti que no tenías en el mapa. Al final, lo único que no podemos dejar de ver cuando vemos lo otro, es a nosotros mismos –en relación con el mundo–.
Solo mirar los cerros es una forma de pintarlos.