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17 / 10 / 2022
Identidad y cultura

Graniceros, los magos del tiempo

Este es un bestiario de Tepoztlán: una selección de criaturas fantásticas, personas extraordinarias y seres metafísicos que habitan el imaginario cotidiano y la realidad tepozteca; esta edición está dedicada a los graniceros.

Dígame loca, Don Aurelio, pero necesito a la lluvia para parir. Por eso le escribo: porque me duele, porque estoy desesperada y porque usted me puede ayudar. ¿Quién querría ser una gota que cae sobre el polvo? Usted nunca y mi hijo menos. Siempre estas temporadas me aprietan la cabeza como lazo de cochino. El calor en las noches. Caminar y caminar en las mañanas para encontrar nada o poca hierba seca para el ganado. Los mosquitos pegándose en el sudor y esa presión que se siente en el aire. Hasta los alacranes salen de las casas para quitarse el calor bajo las piedras. 

¿Quién querría nacer así?

El dolor no ha cambiado, Don Aurelio, es el mismo que sanaba usted con su dedo gordo cuando de chiquita, ¿recuerda?, cuando me apretaba entre las cejas y el dolor se disipaba como tinta en el río. Sentía que me llenaba el cuerpo de agua como si me conectara una manguera en la mera frente, porque ese dolor debe ser el mismo que sienten las plantas cuando nadie las riega y se van secando poco a poco. 

Le escribo porque si no me ayuda me voy a secar, Don Aurelio, con mi hijo agarrado de las tripas como fruta aún verde. Yo sé que las cosas no terminaron bien con mi madre. Pero yo era una niña y no tengo culpa alguna. 

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Sabe, ayer me desmayé y tuve los mismos sueños como cuando usted me sanaba. Lo vi otra vez, ¿me creerá?, de joven, corriendo en los cerros de Amatlán en plena tormenta, asustado, porque sabía que el rayo lo alcanzaría. Y lo alcanzó. ¿Cómo no iba a alcanzarlo? Si en temporal caen más rayos que ciruelas sobre la tierra. Y a usted le encantaba vivírsela trepado en los cerros como vaca de campo.

Yo recuerdo cuando me confesó que mis sueños tenían verdad. Que a usted le perdonaron la vida y me enseñaba la cicatriz debajo de los labios por donde le entró el trueno. El tambor de piel de venado. El palo de amate con la serpiente enroscada. Recuerdo cómo usted apuntaba la cabeza de la cascabel a las nubes de granizo y me explicaba que esas eran nubes malas para la cosecha. Recuerdo que una vez agarré el palo del altar y usted me lo quitó de las manos para ponerlo en mi frente y sentí rebonito. Comprendí que no era un juguete.

Le escribo porque siento que no la voy a librar, Don Aurelio, porque me siento peor que aquél verano cuando me vio muy mal y se encerró por días con su tambor. ¿Recuerda? A mí se me pegó como estampa en la memoria: ese pum, pum, pum que escuchaba a todas horas… pum, pum, pum en las mañanas, tardes, noches… pum, pum, pum entre sueños y pesadillas. Y recuerdo el instante en que terminó, porque usted le dio un madrazo bien fuerte al tambor y en ese instante se soltó la tromba sobre los techos con toda la fuerza de los dioses. Todos dicen que estaba muy chiquita para saber, pero yo les digo que ellos estaban muy grandes para recordar. Porque las cosas que importan uno las ve menos mientras crece. ¿Cómo no me iba a acordar? Si en cuanto cayó la lluvia sentí que me volvió la vida al cuerpo y pude abrir los ojos ya sin dolor. Escuché sus pasos correr desde el sótano y recuerdo su sonrisa al abrir la puerta. Porque me estaba yendo, Don Aurelio, y usted lo sabía. 

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Y a la mañana siguiente el olor a tierra mojada… y la fiesta y el pulque en el pueblo, y los chinelos y la comida en la plaza… y usted apenas podía caminar del cansancio, pero me llevó al zócalo para ver a los jóvenes trepar el palo encebado por la alegría que le causaba verme llena de vida… ¿Cómo no me voy a acordar?

Por eso le escribo, Don Aurelio, más por mi hijo que por mí: no quiero que caiga al mundo como una gota sobre el polvo. Quiero que nazca con la canción que usted me cantaba cuando los vientos anunciaban la llegada del agua. Quiero que sea el héroe de las tormentas. Si usted me ayuda, Don Aurelio, si trae las lluvias, yo le juro (¡por ésta!) que de ser niño le pondré Ehecatlazqui (como el héroe de la canción) y si es niña, Mixtlazqui, como usted siempre me dijo de cariño.

***

Mi hija encontró esta carta años después. Y escribió en su Bestiario:

Graniceros: cuando Fray Bernadino de Sahagún llegó a Tenochtitlán en 1529, describió los 40 tipos de magos según las creencias populares. Los Graniceros son los magos del tiempo. Personas que, habiendo sobrevivido el impacto de un rayo durante las tormentas, fenómeno no muy inusual en las zonas montañosas o volcánicas de Morelos, se les concede como don del cielo el presagio de comprender y manipular el clima en favor de la agricultura o de ahuyentar las enfermedades de niños atribuidas a los vientos y a las nubes. Describió algunos de los ritos que hoy permanecen entre los elegidos, como las graves súplicas al cielo, o los movimientos exagerados de la cabeza con fuertes soplidos, también apuntar a las nubes negras con una serpiente enroscada en un báculo. A estos magos se les conocía como Ehecatlazqui  o Mixtlazqui, según narra en sus crónicas, en el náhuatl como “el que arroja las nubes y los vientos”. Hoy comprendo que mi nombre es el recuerdo sútil del vínculo entre el movimiento de los cielos y la frágil vida humana. 

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Daniel Camacho
Daniel Camacho
Habitante y estudioso del universo mágico en Tepoztlán. Escritor y pedagogo de los procesos artísticos y creativos: www.youtube.com/decomoescribir
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