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21 / 05 / 2024
Identidad y cultura

Tepoztlán es un relato que no alcanza

Tepoztlán está repleto de tesoros vivos y para descubrirlos hay que ir más allá de las promesas del “Pueblo Mágico”.

Afortunados aquellos que pueden apreciar lo que realmente vive y palpita profundo en Tepoztlán, su infinita belleza. Brotan con lluvia los recuerdos sembrados en la tierra y alimentan a generaciones dispuestas a escuchar historias, relatos del Tepoztlán que fue y queda. Pero hay quienes no lo saben ni perciben. Y es que entre el ruido estridente y empalmado, las calles llenas de gente caminando a ritmos diversos y las micheladas en vaso de fin de semana, es difícil acceder a los tesoros vivos del municipio. Porque la etiqueta de “Pueblo Mágico” trae consigo la visión de un pueblo que no se ve reflejado a sí mismo. 

Se retrata folklórico, místico, de lujo, de entretenimiento pasajero. Esas ideas han penetrado poco a poco el imaginario sobre este lugar y así las formas de relacionarse con él. Pero su riqueza, su aliento de lucha, persiste. Así puede observarse en algunos proyectos e iniciativas que hay en el municipio, que activamente buscan difundir, conservar y revitalizar su patrimonio natural y cultural.

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Tepoztlán.

Un lugar de cerros y un templo que los manifiesta sagrados, un mercado que sigue las tradiciones antiguas, aunque con cada vez menos frecuencia; un lugar con más fiestas que días en el año, mole y plato bien servido para cualquier barriga apetente. Tepoztlán, un lugar de temporadas, de extremos. Seco y polvoso, árido; lluvia, agua que sale de la boca de los cerros para mojar y enverdecerlo todo. Follajes. La tierra se humedece y da vida a variedad de helechos, orquídeas, hongos.

Hay milpas, maíz criollo, tortillas como pocas. Ninguna receta de nixtamal es la misma. En Tepoztlán hay gentes. Hay iglesias y capillas, animales que representan a los barrios. Pueblos. Hay flores de mayo y de pericón. Flor hecha cruz, guarda a este hogar de malos augurios. En Tepoztlán hay ruido: cuetes, gallos, perros y cantos. Suenan el teponaztle y los corridos. Hay mujeres que lloran en los entierros mientras toca la banda. Los niños comen ciruelas. Hay piedra por todas partes, en la tierra, en el piso, en los cerros. Hay tecorrales y tlecuiles. Humo de leña, humo de copal. 

En Tepoztlán la historia es más vieja que la memoria, más vieja que los tatarabuelos. Pero pervive en los baños de temazcal, en las peticiones de lluvia, en la medicina tradicional y en el ágil andar por los cerros. En los caminos que nacen del uso, los que nadie conoce, los que recuerdan abuelas y cazadores. Manos de carbón. Hay caminos que nunca serán trazados, lugares del cerro que quedarán ocultos siempre. Vuela el búho cornudo con sonido invisible, los murciélagos cortan el aire. Canta chicharra, vibra con la tierra. 

Las campanas dicen cosas. Escucha que no sea tu muerto, pariente, vecino. Ya no será por mordida de cascabel o capulina. Ven a misa, recordemos su vida. Las procesiones toman las calles, imponen el ritmo. Calles que ven de frente a la muerte y escurren vida. Caballos de noche aparecen nítidos bajo luz eléctrica. Cielo morado, azul, rosado. Nadie está para admirar su presencia. De entre la neblina salen cebús. A lo lejos los cencerros. La onda se expande, no se agota y deja una impresión indeleble. Aquí hay fantasmas vivos. 

Ocelote, un cerro lleva tu nombre. Ojalá que no deje de ser hogar. Hogar que huele a fogón y café de olla. Ándele, tome, hay pan fresco. ¿No quiere? Ándele, cómase otro más. El gallo canta noche, mañana y día. El giro y el colorado. Hay gallinas criollas y ponedoras. Los perros se refrescan en el polvo, en la sombra del ahuehuete. El sol muerde la piel, pero calienta la semilla. Así de a poco la pone a trabajar, la ayuda a recibir el agua. Que el aguaviento no tire las matas erguidas. No se le olvide sembrar antes del 24, día de San Juan. Acechan las ratas de campo, jijos conejos. A los condenados les gustan los brotes tiernos. En estas tierras se habla de usted y también de tú. Hay mal hablados sin mala fe. Chingada y chingado, con su perdón.

Tobillos anchos y flacos. Doñas aguantan el peso de las cubetas con cobijas recién lavadas. Pies firmes cargan gravedad y leña. Caminan. Trenza blanca, mano recia y tierra en las uñas. Sentada vende flores de monte. Duran apenas dos días, pasa la noche y amanecen dobladas. Naranjas ellas. Soles de cerro. A veces arde, se quema. Quedan negros después de días de fuego. Maldito el descuido humano que olvidó cómo mirar. Los cerros se sienten. Van así los brigadistas como van las aves que migran. No paran ni se detienen. Todos. Se lleva, se trae, se sube y baja. Y entonces se siente triste el aire, se ve a la ceniza sin ánimo con todo y que es poderosa y curandera. Se siente cómo se quiebra un cachito de alma. Así se siente como uno de los cortes de los cerros, profundo como una de sus cuevas. Pero ellos tienen sus tiempos que no son los nuestros.

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Sí, aquí también hay problemas. Que no le cuenten. Caray, es México. Pero igual quedan ganas de nadar en las aguas frías en septiembre. Quedan, más que menos, según cómo se mira. Ganas de saber que uno sabe menos que el árbol de cazahuate y eso que ni es uno de los más viejos acá. Ganas de saber que todavía sube alguien y limpia los altares olvidados de los cerros. Barre así como barre el piso de su cocina. Recoge cada cosa y la mira y entonces decide acomodarla. Que los vientos se sientan reverenciados. Que quede bonito, que se mire bien, cuidado, casi que calientito como un tlecuil recién usado. A esas ganas se le prende una veladora. Virgencita. Todo bajo tu manto; nada que no toque, que no abrace.

Y es que hay cosas que viven en los cerros. Nahuales, chaneques. Se miran cosas raras, otras no se ven. Un niño de blanco. Se escuchan cosas. Da miedo. No salgas de noche, menos vayas a las barrancas. Se queda uno loco. Se lleva la mente el aire como se lleva a las hojas. Sin rumbo, nunca regresan al mismo lugar. Hay sustos aquí. Se pueden sentir pesadas las noches, como cuando regresan las ánimas para el Día de Muertos. Pero no tardan en sentirse bienvenidas. Cuando reconocen, puro gozo. Así con los niños cortando las chilacayotas, prendiendo la vela que se apaga una y otra vez. Bien contentas están, miran así sus altares. Unos quedan bonitos. Se ríen con la hermana, la tía, el compadre. Está sabrosa la risa, sabe a ponche de naranja agria, de leche, de maracuyá. Se conocen igual al nieto o nieta. Así varios días se sienten las calles hasta que toca regresarlas al panteón. Se tocan puras de sus favoritas. Se paga por canción, igual si son varias, hacen paquete. Aquí se sabe celebrar.

Tepoztlán es un relato que no alcanza, que no se agota. Incluso si se acaba, no se termina. Se puede confiar en eso. Lo que no pasa siempre es la confianza de unos con otros. No queda ánimo, pero se antoja. Y por qué no alimentar ese antojo, como se alimenta el fuego para calentar tamales, café o frijoles. Mirar para que miren a uno de vuelta. No así con esos ojos que juzgan, mejor así como con ojos de jilote. Tierno, suave. Que tal que dejamos que empiece la palabra, el gesto desinteresado. Igual y todo se acaba, pero aquí los cerros no se terminan y eso da tranquilidad. Pero más tranquilidad se podría sentir. Así con los cerros contentos, con gentes diferentes. Con silencio para que se escuche. Aquí hay voces que quieren decir y hacer. Va a alcanzar para lo que dé el aliento. ¿A poco no respirar se siente bonito?

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Martina Spataro Tron
Martina Spataro Tron
Escribe, edita y sueña herbarios.
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