Sumérgete en las profundidades de esta milenaria profesión, de la mano uno de los médicos tradicionales de Amatlán de Quetzalcóatl.
Pocas cosas son tan fascinantes como las plantas. Son, en pocas palabras, aquello que posibilita la vida como la conocemos y por ello, un universo de infinitos misterios. Compartimos con ellas un vínculo irrenunciable –puramente simbiótico– que ha jugado un papel fundamental en la historia de la existencia humana. El caso de la medicina tradicional es un claro ejemplo de ello.
En uno de esos días donde la lluvia es constante, pero parece estar suspendida en el aire por la ligereza de su peso, nos encontramos con Raúl Ramírez, un médico tradicional de Amatlán de Quetzalcóatl, para platicar de su milenaria profesión (que aún se conserva en los diferentes pueblos de Tepoztlán).
El espíritu de la medicina tradicional
Sin duda la medicina tradicional está íntimamente ligada a la práctica, pero en esencia es un espíritu que se manifiesta en todas las personas. El acto de sanar más antiguo, según Raúl, lo podemos encontrar en la acción de sobar, en ese impulso instintivo –y universal– de aliviar el dolor. La lógica de estos saberes atiende las necesidades corporales pero también “trata la mente, los pensamientos, las emociones y lo espiritual”, platica. Así, la enfermedad para él puede definirse como un desequilibrio entre cualquiera de los aspectos anteriores. Y con ello una cosa es clara: aunque dos personas presenten los mismos síntomas, el remedio no necesariamente va a ser el mismo porque su origen puede ser sustancialmente distinto.
Este sofisticado conocimiento es difícil de asir. Por años, alrededor del mundo, grupos de científicos han dedicado tiempo a descifrar los principios activos de plantas para encontrar usos farmacológicos. Ese fue el caso, por ejemplo, de la morfina –que a principios del siglo XIX fue el primer alcaloide que se logró aislar gracias a Wilhem Sertürner–. Como esta sustancia, muchas otras han sido descubiertas a lo largo de los años y, en muchos casos, dado buenos resultados. Sin embargo, con frecuencia la efectividad de los métodos y remedios de la medicina tradicional eluden a la moderna. “¿Cómo es que dos plantas que son químicamente idénticas tienen efectos distintos?”, se han preguntado diferentes investigadores, “porque el espíritu de cada una es único”, contestan médicos como Raúl.
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En esa sensibilidad y agudeza –de ver lo sagrado tanto en los seres animados como en los inanimados, de entender que el humano está inmerso en un entorno químico, pero también espiritual–, se revelan aspectos de la existencia que obviamos o que, en muchos casos, hemos olvidado. Y es que la idea de poder controlar todo o conocerlo todo, ha sido una de las ilusiones más grandes que el mundo de hoy ha elegido para relacionarse con la realidad.
La comunicación con las plantas
Raúl trabaja en Atekokolli, un centro medicinal que inauguró junto a colegas y a Doña Vicenta, su difunta maestra, en 1991. Desde entonces, todos los días recibe a pacientes, los escucha y prepara los remedios que necesitan, sin importar quiénes sean. Para eso está su jardín, pero sobre todo el cerro y el campo donde encuentra las múltiples plantas con las que trabaja. Es fundamental para él recolectarlas, porque sin ese encuentro se pierde el primer eslabón de comunicación que tiene con ellas. “Yo tengo mi espíritu, la planta el suyo y su capacidad de aportar un beneficio, adicional a sus propiedades medicinales. Entre esas dos partes se da un reconocimiento”, dice Raúl. Pero también es importante por el estado de ánimo de las plantas: “ellas tienen sentimientos, si alguien las trata con violencia, ellas reaccionan y cambian sus propiedades. Habrá quien tenga cuidado, pero uno nunca sabe”. Así, en la relación que tiene con ellas, hay siempre un intercambio recíproco, lejos de las dinámicas meramente utilitarias.
La comunicación con las plantas, como sucede en toda la medicina tradicional, opera en diferentes planos; en el sutil, al que acabamos de hacer referencia, pero también en el sensorial. A través del olfato, la vista, el tacto y sobre todo el gusto, Raúl puede determinar para qué puede funcionar mejor cada planta. Por ejemplo, que tenga una mayor concentración de sabor, puede ser un indicador de que las propiedades medicinales de la planta están acentuadas o que van a ser más útiles para aliviar un tipo de malestar.
Al parecer de Raúl, no le damos a las plantas el reconocimiento que merecen. “La mala hierba no existe”, dice, “más bien no sabemos cuál es su propiedad o cómo la podemos usar”. Todas las plantas son potencialmente medicinales, la única diferencia que las hace aparecer dentro de la categoría, es la tradición de uso que las respalda en cierta medida. Pero no solo eso, este dicho popular entraña también otro de los principios importantes de la medicina tradicional, relacionado con la toxicidad de las plantas. Si bien es algo que nos platicó Raúl, hay un personaje de la historia que sirve en este caso para evidenciar que se trata de un conocimiento que diversas culturas han compartido a lo largo de muchos años. Estamos hablando, claro está, de Paracelso, quien en el siglo XVI escribió: “En todas las cosas hay un veneno, y no hay nada sin veneno”. Por eso, la diferencia entre un veneno y una medicina, como explican Raúl y el médico y alquimista suizo, depende solo de la dosis.
Hay aquí otro aspecto a considerar, “porque las plantas también son fuertes, tienen su poder y pueden causar daño. No porque así lo quieran, pero por eso es importante lo que hemos aprendido nosotros”, dice Raúl. Desde el compromiso, respeto y cuidado que le ha dado su experiencia, tiene la capacidad de definir las dosis que usa, en cada caso, a través de lo que él llama “corazonadas”; un aspecto que difícilmente se puede entender sin no se habla del papel que la transmisión intergeneracional de conocimientos ocupa dentro del universo de la medicina tradicional.
Una biblioteca de conocimiento vivo
No es casualidad que Raúl sea un médico tradicional. Fuerzas identificables –aunque no por cualquier persona–, como el espíritu de la medicina, fueron las responsables de su camino de vida. Antes de ser su maestra, Doña Vicenta, una reconocida curandera no sólo en Amatlán, sino en México e incluso otros países, fue la partera encargada de su nacimiento. Ella, junto a la tía del entonces adolecente Raúl, lo señaló para convertirse en su aprendiz. “Nos dijeron que nos íbamos a encargar de preservar ese conocimiento y nos otorgan ese encargo”, platica.
Por años aprendió de ella sobre las propiedades medicinales de las plantas, sus métodos de preparación y diferentes remedios como los tónicos; pero durante el tiempo que compartieron se transmitió algo que muchos no dudarían llamar magia. Quizá se trate de un sexto sentido o, simplemente, una sensibilidad profunda que cobija la posibilidad de comunicarse con las plantas y tener una intuición afinada para atender las corazonadas de las que habla Raúl. Porque, al platicar con él, se hace evidente que reconoce en su labor cotidiana algo que trasciende su propia historia. “Se trata de un conocimiento ancestral y eso es muy bonito. Eso va a seguir siendo parte fundamental de mantener nuestra salud. Aunque lo quieran denigrar, la medicina ancestral sigue siendo la primera y la que estuvo desde el principio”. Eso Raúl lo tiene claro. Sin embargo, reconoce que los procesos de transmisión de conocimiento han enfrentado dificultades a lo largo del tiempo: “si hoy se sabe mucho, hace 100 años más y hace 300 mucho, mucho, más”, dice. A la fecha, no se ha encontrado con una persona que dé continuidad a la tradición, pero está seguro de que, cuando sea el momento, aparecerá.
Raúl comparte un legado indeleble que habita en el espíritu de la medicina tradicional. A través de ese acto, es difícil no leer entre líneas y encontrar un llamado que nos convoca a recordar algo fundamental. Cada abuela y abuelo es una biblioteca viva de conocimiento, cuyo aliento depende de que se valore y haya un interés genuino de aprender de ella; de que esté presente en la memoria de las próximas generaciones, pero que también se transforme con ellas.
¿Cuántas bibliotecas de Alejandría habrán en Tepoztlán? Podríamos dejar que ardan y que queden en el olvido, o escuchar a esa voz que nos invita a cultivarlas y hacerlas tan diversas como el territorio en el que habitan.