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16 / 04 / 2022
Comunidad Tepoztlán

De regreso de Amatlán

Ficciones tepoztecas: aquí un cuento que nos sumerge en la peculiar flora y fauna identitaria de este querido pueblo.

Las ficciones tepoztecas son reales.

Llegué a la iglesia de Amatlán cansado, pero con ese buen humor que me deja una buena caminata por los cerros tepoztecos. Venía solo, a pesar de los reclamos de mi mujer por lanzarme sin compañía, cosa rara, tanto los reclamos como lo de los paseos en solitario que, si bien disfruto enormemente, evito por seguridad, así me conozca estos cerros como –no digo la palma de mi mano, que no podría describirla sin verla– pero bueno, se entiende.  

Sabía que a lo mucho la espera del colectivo frente a la iglesia sería de treinta minutos. Me quité el back pack y, apenas tocó mi trasero la banquera para aflojar las piernas, apareció al final del empedrado una vieja camioneta que parecían más cansada que yo, aunque no tan contenta. Al parar frente a la iglesia, bajaron las últimas personas que le quedaban dentro y subí con el privilegio de escoger un lugar a mi antojo. Como siempre, cuando se puede, escogí el asiento de hasta atrás, porque si te pones en el primer asiento, justo a la entrada, de espaldas al chofer, aceptas el cargo inherente a ese asiento como intermediario de todos los pagos misceláneos. 

La parada duró unos cinco minutos, y para entonces ya estábamos casi llenos. Los dos lugares sobrantes, justo detrás del chofer, porque la gente no es tonta, los tomaron más adelante dos personajes, dignos de notar, que esperaban nuestra llegada en la explanada de Amatlán. La primera en subir fue una mujer extremadamente atractiva, a pesar de sus más de sesenta años. Tenía ojos vividos, seductores y con una intensidad que le daban un aire de loca contenida. Llevaba puesto un vestido de algodón blanco y bordado, de muy buen gusto, me pareció. Su pelo era de un gris plateado que le sumaba más elegancia que años.  

Su compañero, por ahí de la misma edad, lucía alto y delgado como un guitarrista de rock, tez pálida y extranjera, tenía pinta anacrónica de recién regresado de Woodstock, con un sombrero tipo Easy Rider de cuero y una pluma al costado, pantalones a rayas, al estilo Varanasi, guarache made in Mexico con suela Uniroyal y un chalequito a la Jimmy Hendrix. 

Pero si aquellas apariencias resaltaban dentro del humilde colectivo, la plática entre estos dos protagónicos pasajeros superó por mucho mis expectativas.

–Te digo que ya no me acuerdo dónde están– dijo la doña con sutil irritación –pero los túneles llegan de Tepoztlán hasta Veracruz, y por allí le traían el pescado fresco a Quetzalcóatl. 

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Pocas cosas llaman más mi atención que una plática esotérica dentro de un colectivo tepozteco, lo cual supone una práctica relativamente común en mi pueblo, en la que casi siempre se ve involucrado el espíritu tepoztizo. Y si los rosto del resto de los pasajeros permanecía inmutable ante el tema de los túneles de Quetzalcóatl, se debía sólo a que los naturales del pueblo también tienen sus rituales y creencia, cosa que supongo llama a un mutuo respeto, a pesar de las diferencias. 

Pero bueno, la cosa fue que aquella primera frase me provocó una serie de cuestionamientos fundamentales. 

¿En primer lugar, por qué Veracruz? Geográficamente, carecía de sentido. Acapulco, quizás. Pero no Veracruz. Agrego un paréntesis científico para los más escépticos, y es que en Tepoztlán existen –en efecto– más de ciento cincuenta kilómetros de túneles volcánicos, pero vamos, ninguno llega a Veracruz. Incluso, si la Doña hubiera dicho Cuernavaca, igual y se la compraba un rato, quizás porque le hubiera dado rienda suelta a alguna de mis ocurrencias, como sería la de imaginarme a los súbditos de Quetzalcóatl usando los túneles para ir a comprar el pescado al Walmart, si bien con remotas probabilidades de encontrar pescado verdaderamente fresco. Lo cual me lleva al segundo cuestionamiento. 

Suponiendo que la Doña tuviera razón y el pescado se lo trajeran al mero mero de Veracruz, así fuera sin usar los túneles, ¿de qué manera llegaría la pesca fresca? Caminando, incluso corriendo con relevos, calculo que la cosa tomaría varios días. 

¿De qué murió Quetzalcóatl? Intoxicación por exceso de histamina.

No sin cierta molestia, la doña iba recibiendo el pago de los pasajeros que subían y bajaban, regresando el cambio como en puesto de mercado.  

–Mira, no estoy tan seguro de que sea cierto– sentenció Mr. Woodstock.

Como si estuviéramos en el teatro, la mayoría fijamos la mirada en los personajes, percibiendo la tensión que generaba contradecir a una mujer tan briosa como aquella. 

–¿Y por qué no? No seas incrédulo. 

–No, no es eso.

–¿Entonces? 

–Es que, según yo, Quetzalcóatl era vegetariano. 

La doña dudó por un segundo antes de recuperar la sobrada autoestima. 

–Pues muchos vegetarianos comen pescado.

–Bueno, en eso tienes razón– Mr. Woodstock me dedicó una sincera sonrisa, como si quisiera regalarme una disculpa, o como diciendo, con esta chica necesito andarme con pinzas. Lo cual, sin duda era verdad. Y entonces me pregunté si serían amantes, amigos o simplemente conocidos, pero el Hendrix interrumpió mis pensamientos de manera inesperada, como si hubiera notado mi presencia desde el principio, provocándole algún tipo de curiosidad profesional. 

–¿A qué te dedicas? 

–¿Yo?– pregunté capoteando como un idiota sin toro, –Soy escritor. ¿Y tú?– le pregunté más por educación que por curiosidad. 

De una de las bolsas de su chaleco psicodélico, Mr. Woodstock sacó una tarjeta de presentación y vino personalmente a entregarme a la parte trasera del colectivo, con la formalidad de un vendedor de aspiradoras de los años cincuenta. La tarjeta era de papel orgánico y textura rústica, con un depurado logotipo que sugería quizás un cúmulo de estrellas.

Y leía así:

John Griffith
Mecánico Astral

Creo que todos los presentes vieron mi sonrisa, y si a alguno le pareció burlona, la hubieran mal interpretado por completo, porque fue allí, en ese preciso momento, donde afloró la congruencia dentro de la incongruencia, porque estemos de acuerdo o no, cualquiera puede entender lo que un mecánico astral hace. Tiene su lógica: compone y alinea tus astros, como en un taller de autos. Y quizás ordenar astros suene tan poco probable como traer pescado fresco por un túnel secreto de Veracruz a Tepoztlán, pero en lo personal, me pareció una pretensión mucho más sensata que la de los túneles de Quetzalcóatl. 

Antes de bajar del colectivo, le di la gracias al mecánico astral y le dediqué una última mirada a la Doña. Era guapa, muy guapa.

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José Espada
José Espada
Soy todólogo, empírico nato con ciertos rasgos narcisistas. Puntual y honesto. No digo más, porque se usará en mi contra.
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